La peña del Pingorote, que se eleva como perenne guardián junto a una cerrada curva de la carretera que lleva a Brácana, regala la mejor panorámica de Almedinilla, cuyo casco triangular, inflamado por la luz del mediodía, se extiende mansamente, abrigado por escarpadas sierras y cenicientos olivares. En la base del triángulo verdean las huertas, fertilizadas por el río Caicena, paisaje al que la villa se asoma por el balcón del Paseíllo.
Aunque la renovación arquitectónica ha menguado el número de casas tradicionales de pintorescas chimeneas, aún conserva Almedinilla rincones fascinantes, fruto de la alianza entre las fachadas blancas y las escarpadas sierras que abrigan el caserío por el suroeste, como las Llanadas, los Castillejos y el Cerro de la Cruz, depositario de las raíces ibéricas de la villa.